La invasión de los dorios a mi tierra no fue del todo justa,
su ayuda provenía de otros seres, sí, de Mala’ikan y Catalina. Ellos nos
confinaron en uno de los salones de palacio, a toda la familia real.
Catalina se acercó a Licurgo, quien sostenía a su hija en
sus brazos.
―¿Sabes lo especial
que es esta niña? ―le preguntó con desdén.
―No te atrevas a
lastimarla ―le advirtió mi hermano.
―¿Lo impedirás? No
puedes ―se burló.
―Ella no tiene nada
que ver en esto.
―Ella tiene todo
que ver, es a causa de ella y de la otra por lo que estamos aquí, de otro modo,
te aseguro que jamás habría pisado este mugroso lugar.
―¿Qué quieren? ―interrogué
yo.
―Sin saberlo,
ustedes resultaron ser los guardianes de dos estrellas, la hija de la Luna y la
hija de Júpiter.
―¿Qué dices? ―preguntó
mi madre.
―No te hagas la
tonta, Eurínome, tú sabes muy bien de lo que habla Catalina ―intervino
Mala’ikan.
―¿Madre? ―inquirí,
si ella sabía algo, era el momento de decirlo, aunque por mi parte, claro está,
sabía que mi hija era descendiente de mi Luna, pero eso no tenía que ver
conmigo, ¿o sí?
―Ustedes son
semidioses, es algo que no se les ha ocultado, hijo, somos descendientes de los
dioses que nos cuidan y nos protegen.
―Esas son
superche... ―me quedé con la frase a medio terminar, ¿en realidad podía asegurar
que eran supercherías como lo pensaba hasta hacía muy poco tiempo?
―¿Qué decías,
Medonte? ―se mofó Mala’ikan―. ¿No crees en cosas sobrenaturales?
Guardé silencio
ante su evidente burla.
―De todas formas,
esto que dices respecto a Luna o a Júpiter, no lo sabía ―prosiguió mi
madre.
―Song Yha, tu nieta
mayor es nieta de Júpiter, ¿no es así, Palas? Viniste a la Tierra para huir de
tu padre y de tus ancestros, querías experimentar cosas nuevas y tuviste una
hija con un medio humano, cosa que tu padre no te perdonará.
La esposa de mi
hermano se puso a la defensiva, ¿de verdad había estado viviendo entre dioses,
semidioses y cosas extraordinarias, y no me había dado cuenta?
―Así es ―contestó
Mala’ikan a mis pensamientos―. Has sido muy iluso al creer que tenías la razón
siendo tan escéptico, ¿sabes cuál es el problema? Que hoy ya es tarde para
asumir y aceptar que todo aquello en lo que no creías es realidad y está a tu
lado, incluso, está dentro de ti.
―No puede ser.
Mala’ikan sonrió,
no estuve muy seguro de si lo hizo con benevolencia o con burla, tampoco tuve
mucho tiempo para averiguarlo pues Catalina, enojada y ya fastidiada por la
conversación, lanzó un rayo a mi hermana menor, quien se encontraba a mi lado,
lo que la fulminó de inmediato.
Ninguno de nosotros
se movió, creo que todos quedamos estáticos, pasmados, ante el actuar de esa
mujer.
―¡Catalina! ―le
gritó Mala’ikan.
―Me aburrieron con
su eterno hablar, ¿qué se supone que es esto, una clase de historia? Por favor,
ya sometimos al pueblo, los dorios se harán cargo de ellos, ahora, yo quiero
hacerme cargo de estos ―replicó Catalina.
―¿Por qué haces
esto? ―le preguntó mi hermano.
―¿Y tú lo
preguntas?
―Deja en paz a mi
familia, tu problema es conmigo.
―Te equivocas,
querido, mi problema es con tu familia; con tu mujer y tu hija, que no me dejan
estar contigo; con tu madre y hermano, que jamás permitirán algo entre los dos;
con tu pueblo, al que tanto adoras y por el que darías tu vida.
―¿Todo esto es
porque estás enamorada de mi hermano y él no te hace caso? ―interrogué
incrédulo―. ¿Y tú, Mala’ikan? ¿Me vas a decir que estás enamorado de mi mujer?
Porque ese es tu problema conmigo, ¿no es cierto? ¿Destruyeron todo mi reino
por no ser correspondido?
―Jamás lo
entenderías ―repuso Catalina.
―Por supuesto que
no, no soy tan bajo.
Mala’ikan se acercó
a mí y se detuvo a escasos centímetros de mi cara, con sus ojos fijos en los míos.
―Tú destruiste a tu
pueblo, te dije que te alejaras de Luna, te lo advertí, te di otra oportunidad,
sin embargo, ¿tú qué hiciste? Continuaste con ella y tuvieron una hija. No me
digas que no sabías las consecuencias de tus actos, simplemente no te importó tu
pueblo cuando te acostaste con ella.
―¡Ni siquiera es tu
mujer!
―Lo es, lo fue y
siempre lo será.
―Ella no te ama ―murmuré.
―¿Quién habla de
amor? Eso es para los jóvenes ilusos, yo hablo de pertenencia, ella es mía.
―¿Y Catalina? ¿Por
qué no la odias a ella si también es hija de tu amada Luna con otro hombre? Tu
hija no es.
―Soy el primero en
la vida de Luna y seré el último cuando deje de brillar y los dioses decidan su
extinción.
―Eso no ocurrirá.
―No lo sabes,
Medonte, hay una guerra en curso, una guerra que, más tarde o más temprano,
estallará y afectará al universo completo, a todo lo conocido y a todo por
conocer; así es que no te sientas tan seguro, de todas formas, dudo que estés
por aquí para ese tiempo.
―¿Y si lo
maldecimos con la eternidad? ―sugirió Catalina.
Mala’ikan sonrió.
―Puede volverse en
contra de nosotros.
―¿Con nuestros
hechizos y nuestro poder? Lo dudo, al contrario, podrían servirnos mucho si son
nuestros esclavos.
―No lo sé,
Catalina, tienen vínculos que los atan y podría ser contraproducente, se
podrían transformar en nuestros enemigos.
―¿Tú crees? Por
favor, son unos monigotes, dudo mucho que se rebelen, mucho menos que se
vuelvan en nuestra contra.
―Uno nunca sabe lo
que pueda ocurrir ni cómo puede reaccionar un eterno, un humano eterno ―corrigió.
―No hablo de
convertirlos en simples eternos, eso sería un regalo y, como son semidioses,
sus poderes se engrandecerían. No, Mala’ikan, hablo de maldecirlos,
convertirlos en vampiros, otorgarles la eternidad, pero una eternidad maldita.
―No. Ellos serán
nuestros como humanos.
―Mis hijos no son
simples humanos ―protestó mi madre.
―Podrán reencarnar
mil veces, Eurínome, el problema es que jamás, ni en mil vidas, volverán a
recordar quiénes son. Serán y vivirán como humanos por el resto de la
eternidad, sometidos a un cuerpo carnal que perecerá y que tendrán que dejar
cada cierto tiempo. Eso es suficiente castigo para mí y lo mejor es seré
testigo de cada una de sus muertes.
―¿Los dejarás
vivir? ―interrogó Catalina consternada.
―Por supuesto, si
los mato yo, no revivirán, se irán directo al lado de los dioses; en cambio, si
los dejo vivir, tendremos la satisfacción de verlos por la eternidad en vidas
miserables.
―¿Y si los mato yo?
―Lo mismo,
Catalina, no haremos nada. Los dorios ya arrasaron la ciudad y la conquistaron,
ahora es cuestión de tiempo, y de que nosotros lo permitamos, para que entren y
los maten. Ahora, vámonos.
Mala’ikan se fue,
desapareció como era su costumbre, Catalina lo hizo poco después.
Miré a cada uno de
los miembros de mi familia y apreté a mi hija contra mi pecho. De cada uno de
mis poros emanaba el terror que sentía en ese momento. Ese hombre tenía razón,
los dorios no tardarían en entrar y, por ser la familia real, éramos de gran
valor para ellos, tanto como rehenes, como muertos y expuestos ante los demás.
―¿Qué vamos a
hacer? ―preguntó mi madre.
―No lo sé ―contesté
con total sinceridad.
―El sacrificio de
tu padre, al fin, fue en vano.
―No permitiré que
sea así ―aseguré.
―Ya perdieron,
deberían rendirse, es lo más sensato que podrían hacer ―habló Catalina.
―¿Tú aquí de nuevo?
―espetó Licurgo.
―Sí, no me importa
lo que diga Mala’ikan, no me interesa que vivan sus normales vidas, quiero que
sufran, quiero que paguen.
―¿Qué tanto te
hemos hecho? Eres una loca ―repliqué.
―¿Loca? Sí, vas a
ver ahora de qué es capaz esta loca.
En ese instante,
asesinó a mi madre y a mis otras dos hermanas.
―¡Eres una asesina!
―¿Y qué? Ustedes
serán mis esclavos, de ahora en adelante su existencia será para servirme,
obedecerme ciegamente, cumplir cada uno de mis caprichos y deseos, su meta será
complacerme.
―Jamás. Eres una
demente, maldita ―gritó mi hermano.
―Maldita, sí,
maldita por mi propia madre; abandonada y dejada por esa mocosa.
―Con Abril no te
metas ―amenacé sin miedo.
Dio una carcajada
delirante y, de un solo zarpazo, asesinó a mi pequeña. Me lancé sobre ella,
pero no pude hacer nada, me detuvo con su poder.
Con un rayo de luz
emanada de su palma derecha, tomó a mi sobrina y la lanzó lejos de los brazos
de su padre, lo cual la mató de forma instantánea. Licurgo emitió un alarido de
dolor y corrió donde su hija que yacía inerte en el piso. La cogió en sus
brazos y la arrulló; la niña ya no respiraba.
―La mataste,
desgraciada.
―Sí, la maté, ¿y
qué? ¿Te vas a vengar de mí? ―festinó.
―Maldita seas.
―No, Licurgo,
maldito tú, maldito tú que no te importó tu familia, si me hubieras hecho caso,
esto no estaría pasando, pero no, preferiste continuar con tu vida como si yo
no existiera, como si nunca hubiese pasado por tu vida.
―Jamás te hubiera
hecho caso, mírate, eres una desquiciada sin corazón, ¿quién podría amarte?
Catalina se
convirtió en un ser de fuego, toda ella era una flama ardiente. Me asusté, nos
asustamos, ¿qué iba a hacernos esa mujer? Con dos lenguas de fuegos nos tomó
del cuello y nos pegó contra la pared. Dijo una sarta de palabras en un idioma
desconocido para mí. No recuerdo mucho más, lo que sí recuerdo, y que jamás
podría olvidar, fue el dolor lacerante que recorrió mi cuerpo durante varios
días. Cuando desperté, me encontraba solo en palacio.
Parecía que allí,
el tiempo se había detenido.
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