No puedo negar que las últimas palabras de Mala’ikan me
calaron hondo. Su amenaza había sido muy clara, no obstante, no podía decir que
estuviera en mis planes dejar a Selena, si ella volvía. El problema era que yo
no tenía idea si ella tenía pensado volver o no a mi lado, mal que mal, me
había dejado sin aviso.
Decidí dejar de pensar en Selena y, sobre todo, en
Mala’ikan. Yo, en ese tiempo, tenía cosas más importantes de las que
preocuparme. El reino de mi padre iba en franca decadencia por lo cual, debía
buscar el modo de reactivarlo; yo, como heredero al trono, tenía el deber de
velar por la continuación del reino.
Codro, mi padre, había recibido una advertencia, o
premonición, como él la llamó, que anunciaba la invasión de los dorios a
nuestro pueblo, obviamente, no permitiría, ni que ellos se adueñaran de nuestro
reino, ni mucho menos que mataran a mi padre.
Poco tiempo después, nuestros enemigos se encontraban al
acecho, avanzaban hacia nosotros asolando ciudades vecinas. Mis hombres y yo
estábamos dispuestos a dar la batalla, cuando Selena apareció de nuevo en mi
vida.
―No te enfrentes a
ellos, Medonte ―me advirtió―, no vienen solos.
―¿Cómo es eso de
que no vienen solos?
―Eso, vienen
sostenidos por una fuerza por mucho muy superior a la tuya y no podrás vencer.
―No les tengo
miedo.
―Por favor, no te
enfrentes a ellos, no salgas a su encuentro, ellos no se acercarán aquí y si
ustedes salen, estarán perdidos. Por favor, no vayas ―me rogó con intensidad.
―No dejaré que
asesinen a mi padre.
―El destino de tu
padre ya está escrito en las estrellas.
Fijé mi vista en su rostro.
―¿Qué quieres
decir?
Suspiró.
―No hay nada que
puedas hacer para cambiar su destino; ya está fijado.
―Selena...
―Lo siento,
Medonte, lo único que puedes hacer es luchar por tu vida, por la de tu hermano
y su familia; la vida de tu padre ya está sentenciada.
―¿Por qué? Él es el
Rey, él no puede morir, mucho menos a manos de nuestros enemigos ―protesté con
fiereza.
―Medonte, Medonte,
escucha. Su vida ya ha sido reclamada por los dioses, no hay nada que puedas
hacer, ni tú, ni nadie.
Resoplé.
―Hay fuerzas
poderosas que tú no comprendes, Medonte, fuerzas que, aunque no creas en ellas,
existen, están allí afuera y pueden hacerte mucho daño.
Esbocé una sonrisa irónica.
―¿Fuerzas como
Mala’ikan, por ejemplo?
―¿Cómo sabes de él?
―Estuvo de visita
hace algún tiempo para exigirme que me alejara de ti.
―No puede ser ―musitó.
―Sí, lo fue,
me amenazó y desapareció, tal como lo hiciste tú.
―Medonte.
―No digas nada, por
favor, necesito estar solo.
―No me rechaces.
Puso su mano en mi pecho y yo atrapé su pequeña extremidad
con la mía.
―No he dejado de
pensarte ―confesé―, cada día y cada noche, pero no puedo evitar pensar que tú y
ese hombre están coludidos en alguna especie de conspiración en contra de mi
gente y de mi pueblo.
―Jamás te haría
daño.
―¿Por qué me
abandonaste?
―Debí hacerlo, no
me es permitido venir, de hecho, solo vine a advertirte, debo marchar
enseguida.
―¿Me dejarás otra
vez? Quédate conmigo.
―No puedo. Volveré,
te lo juro que volveré, mientras tanto, no te enfrentes a tus enemigos, quédate
tranquilo, aún no es tiempo para la guerra.
―¿Cuándo volverás?
―Cuando la luna se
oculte por una larga semana.
―¿Cuándo será eso?
―Medonte. ―Me acarició
la mejilla―. Cree. Cree en lo que no puedes ver, cree en lo que está ante tus
ojos y te niegas a ver, cree en ti y cree en mí.
―Yo creo en ti.
―¿Qué crees que
soy?
Me turbé ante su
pregunta.
―Sé que me amas,
pero no sabes quién soy ―aseguró.
―No me importa lo
que eres ―afirmé con solidez.
―No se puede amar
lo que no se conoce.
―Yo te amo a ti, de
eso estoy seguro y sé que tú también me amas a mí ―aseveré con total confianza.
Sonrió, se acercó
muy despacio y unió sus labios con los míos. Me dejé llevar sin miedos ni
dudas, no me importaron las amenazas de Mala’ikan, ni las frases veladas de
Selena, ni mi familia, ni nada. Para mí, en ese momento, no existía nada más
que mi amada Selena, mi Luna, la mujer que me robaría el alma y el cuerpo y a la
que le hubiese entregado, gustoso, mucho más.
Así como llegó, se
fue. Y debo admitir que, desde aquel día, nuestra primera vez juntos, yo ya no
me pertenecía. Un mundo nuevo y desconocido se abrió para mi al compartir mi
vida con la de ella, al enlazar nuestros cuerpos en unión celestial.
Ya no volví a ser el mismo, poderes insospechados para mí,
me fueron otorgados; según mi Luna, solo habían salido a la luz. Comencé a
distinguir a los seres de otras dimensiones, entes que no eran humanos y que se
preciaban de no serlo. Me percaté también de que los hombres son capaces de
muchas cosas, solo tienen que aprender a descubrirlo y conocí en plenitud a
Selena, su esencia, su existencia: la diosa lunar, la Luna en persona, guardiana
de la Tierra y protectora de los cielos. Sí, solo entonces pude percibir su
naturaleza.
Regresó unos meses más tarde, esperaba un hijo mío. Íbamos a
ser padres. Confieso que al principio me dio miedo. Luego, lo procesé y fui el
más feliz de los mortales. Sería padre y mi diosa estaba conmigo. Además,
nuestros enemigos habían reculado y mi familia, mi reino y mi pueblo, estaban
en paz, ¿qué más podía pedir?
Mi hija nació una lluviosa tarde de primavera, casi como un
milagro. Era una preciosidad, una niña hermosa que había heredado los rasgos de
su madre.
―Te amo ―le repetí
por enésima vez a mi mujer.
―Yo también te amo ―contestó
con voz sombría.
―¿Ocurre algo malo?
―Todo. El fin se
aproxima a pasos agigantados.
―¿El fin? ¿El fin
de qué?
―El fin, Medonte,
el fin de tu mundo. Perdóname, debí verlo venir y no... No fui capaz.
Perdóname.
―No entiendo lo que
dices, mi Luna, dime qué es eso tan grave, explícame.
―¿Recuerdas cuando
te dije que el futuro de tu padre estaba escrito en las estrellas?
―Sí ―contesté con
temor.
―Pues ha llegado el
tiempo. Tus enemigos prevalecerán sobre ustedes y tu padre debe morir.
―No entiendo, ¿por
qué?
―Los tiempos
cambian, cariño, y es hora de que tu mundo también cambié.
―¿Qué va a pasar
con nosotros, con nuestra hija?
―Debes protegerla,
hay quienes la quieren lastimar.
―Con mi vida
protegeré a Abril, mientras pueda evitarlo, nadie le hará daño.
―Lo sé.
Nos besamos, en realidad, ella me besó a mí, y en su boca
percibí su temor, un temor muy bien justificado, por lo que sucedió después.
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