Un par de meses más tarde, mi Luna me dio una mala noticia.
Una más a la lista.
―Debo irme, ya no
puedo permanecer aquí ―me dijo.
―¿Y Abril? No
puedes llevártela, no permitiré que apartes a mi hija de mí ―reproché un poco
malhumorado.
Debo admitir que me
dolía mucho que se fuera, que me volviera a dejar, pero en aquella oportunidad
no solo podía pensar en mí como hombre, también era padre y mi deber era velar
por mi hija.
―Medonte ―suspiró―,
no la llevaré conmigo.
―¿Te vas a ir sola?
¿Qué pasó? ¿Ya no me amas?
―Nunca amé a nadie
como te amo a ti y estoy segura de que nunca lo volveré a hacer, perdóname
porque debo marchar, mi lugar no es este.
―No me puedes hacer
esto, creí que éramos felices.
―Y lo somos, amor,
yo soy muy feliz contigo.
―¿Por qué no te
quedas, entonces?
―No puedo, ya te
dije, este no es mi lugar, yo pertenezco a otro lugar.
―¿Qué lugar es ese?
―¿Qué parte de que
ella no pertenece aquí no te quede claro? ―preguntó Mala’ikan, que apareció de
la nada.
En esa ocasión
venía acompañado por una mujer de mirada de fuego, literalmente; con una
sonrisa desafiante y llena de odio.
―¿Tú otra vez? ―dije
enojado.
―Se te han otorgado
demasiados privilegios ―le dijo a mi mujer, sin tomarme en cuenta a mí.
―Lo sé, sé que debo
irme, de hecho, me estaba despidiendo en este momento ―contestó, sumisa, mi
Luna.
―Y yo no quiero que
se vaya ―repliqué sin miedo.
Mala’ikan soltó una
carcajada que retumbó en el aire.
―Medonte, por favor
―repuso mi Luna.
―Mamá, ¿no pudiste
escoger mejor a tu nuevo hombre? Es un idiota ―dijo la mujer que acompañaba a
Mala’ikan.
―¿Mamá? ―repetí sin
comprender.
Esa mujer se acercó
a mí sin dejar su cínica sonrisa.
―Sí. Mamá ―replicó―. No te creas el único
hombre en la vida de mi mamá, ni el más importante. No eres el único enamorado
de la Luna ni el único al que ella le ha hecho caso. No eres exclusivo en su
vida.
―¡Catalina! ―gritó
mi Luna.
―¿Digo mentiras,
madre? ―le preguntó sin dejar de observarme.
―¡Basta! ―ordenó.
La tal Catalina
hizo un gesto de desagrado y se volvió hacia su madre.
―¿Qué vas a hacer,
me vas a mandar a mi cuarto? No tienes poder sobre mí.
―Tengo.
Mi Luna alzó su
mano, sin embargo, un látigo de luz que envolvió su muñeca, la detuvo.
―Ni se te ocurra ―advirtió
Mala’ikan.
Yo avancé un paso
para proteger a mi mujer, pero fui detenido por Catalina que me dejó inmóvil
con algún tipo de hechizo.
―Luna... ―musité.
―Te irás y ya no
volverás; de ahora en adelante, se te niega la entrada a este mundo. Los dioses
han hablado ―profetizó.
―¡No! ―gritó, Luna,
desesperada.
Yo luché por
liberarme, pero fue inútil, esa mujer tenía mucho poder.
―Déjala en paz ―ordené.
―Y si no, ¿qué? No
tienes oportunidad, Medonte ―se burló Mala’ikan.
―¿Qué quieren?
―Yo estoy a cargo
del equilibrio cósmico y que ella continúe aquí significa desequilibrio en el
universo. Debe volver y tomar su lugar, el lugar que le corresponde.
―Su lugar está
aquí, con su familia.
―¿Qué familia,
Medonte? ―ironizó la mujer―. Como mucho fuiste una calentura para ella.
Familia. Por favor.
Cerré los ojos,
quise gritarles que teníamos una hija en común, sin embargo, no me pareció
prudente.
―Déjenlo a él ―suplicó
mi Luna―, yo me iré; a él déjenlo tranquilo.
―Perfecto. Que así
sea ―accedió Mala’ikan de buena gana―. Despídete.
Luna se acercó a mí
y me dio un corto beso en los labios.
―Te amo ―me abrazó―,
cuídate... mucho.
―No te preocupes,
cuídate tú.
Mala’ikan lanzó un
hechizo y mi amada Luna subió a los cielos en un espiral de brillante luz
blanca.
Catalina me soltó
del hechizo en el que estaba inmerso y confieso que tuve miedo, estaba inerme
ante dos poderosos sin escrúpulos.
―Agradece mi
indulgencia para contigo y los tuyos ―expresó Mala’ikan―, debería destruirte a
ti y a todos los que te rodean, no permitas que me arrepienta de dejarte vivo.
―¿Qué esperas de
mí?
―Nada. ¿Qué podría
desear yo de un humano?
―¿Entonces?
―Tu destino está
marcado al igual que el de tu padre y no seré yo quien lo acelere.
―¿Quién eres en
realidad?
―Ya te lo dije, soy
Mala’ikan, el Ángel de los muertos.
―¿Y qué tienes que
ver con Luna?
―Mucho más de lo
que crees. Fuimos creados para estar juntos, ambos somos de la misma naturaleza
y a ambos nos separaron al caer, a ella la enviaron a vigilar y a cuidar la
Tierra y a mí de su gente cuando terminaran su paso por este lugar. Por eso no
me apresuro contigo, Medonte, estoy seguro de que nos volveremos a ver.
Me sonrió con burla
y desapareció.
―Si por mí fuera,
te mataría ahora mismo ―aseveró Catalina antes de evaporarse en el aire.
Yo guardé silencio.
Mi mujer se había ido y mi hija necesitaría de mí, no podía arriesgarme a que
me asesinaran y dejarla sola.
Licurgo puso su
mano en mi espalda.
―¿Qué fue eso,
hermano? ―me preguntó.
―¿Qué viste?
―Todo. Desde que
aparecieron esos dos de la nada.
―¿Me estabas
espiando?
―¡Por supuesto que
no! Yo estaba en la torre, por más que haya paz, se siente un ambiente extraño,
yo siento el aire enrarecido y creo que este sosiego no es más que el preludio
a un fin inevitable.
―¿Qué te hace
pensar en eso?
―No lo sé, hermano,
llámalo como quieras, pero creo que los dioses están hablando, el fin se acerca
a pasos agigantados.
―Espero que te
equivoques, Licurgo, ambos tenemos hijos a quienes proteger y si, como dices
tú, llega el fin, ¿qué ocurrirá con ellas?
―¿Crees que no me
lo he planteado? Pero, ahora, dime, ¿quiénes eran esos y qué hacían aquí?
¿Dónde está Selena?
―Selena se fue.
―Eso lo vi,
Medonte, quiero saber cómo fue eso.
―Ella no pertenecía
aquí, yo siempre lo supe, pero creí que podría torcerle la mano al destino y ya
ves, no fue así.
Una lágrima cayó
por mi mejilla.
―Lo siento,
hermano.
―Gracias.
―Y los otros dos,
¿eran dioses también?
Alcé mis ojos hacia
mi hermano.
―No era difícil
darse cuenta de que tu mujer no era de este mundo, no era una humana común.
―Es la diosa lunar.
Y los otros dos... Uno era Mala’ikan.
―¿El Ángel de los
muertos?
―¿Lo conoces?
―Por las historias
que, si las hubieras escuchado, conocerías.
―Bueno, él. Y la
otra, Catalina, es la hija de Selena.
―¿Su hija?
―Sí.
―Pero...
―Es mala, hermano,
esa mujer es perversa, es cosa de verla una vez y basta para percibir su
maldad.
―¿Te amenazó?
―Si de ella
dependiera, estaría muerto, Mala’ikan me dejó vivir.
―¿Mala’ikan te dejó
vivir?
―Sí. ¿Te sorprende?
―Por quien es, me
sorprende.
―Son seres sin
escrúpulos, estoy seguro de que dejarme vivo no fue por hacer un bien,
precisamente.
―¿Crees que tenga
segundas intenciones?
―No lo creo, estoy
seguro y sé que debo cuidar de mi hija y mi familia.
―Y de nuestro
pueblo ―agregó mi hermano.
―Y de nuestro
pueblo ―acepté.
―Vamos adentro,
mamá no se siente bien.
―¿Qué le ocurre?
―Creo que no
tardará en ir a reunirse con nuestro padre.
No comenté nada,
desde el día de la muerte de su esposo, mi madre había entrado en una especia
de depresión tal que hubo días en los que no era capaz siquiera de levantarse a
comer.
El sacrificio de mi
padre como rey, el entregarse a la muerte por su pueblo, solo retrasó los
acontecimientos, si bien era cierto los dorios retrocedieron en su momento,
nuevas noticias nos informaban que muy pronto estarían de vuelta. Y aquella vez
sería definitiva nuestra derrota.
Lo que no me
esperaba fue lo que trajo consigo la victoria de nuestros enemigos, pues
entonces comenzó la verdadera batalla para mí y el inicio de una guerra que
estaba dispuesto a ganar, sin importarme el tiempo que tardara.
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